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RECORDANDO EL PASADO

Mari Ángeles se ha pasado por el Centro, después de unos meses sin vernos, y me ha traído un nuevo relato: Recordando el Pasado. Me gusta ir publicando todo lo que ella hace. Así que aquí está el relato:



RECORDANDO EL PASADO

De pequeña vivía en una ciudad alejada de mis abuelos. Cada verano soñaba que llegasen las vacaciones para poder verlos, allí me lo pasaba muy bien, tenían una casa en un pueblo pequeño en donde el tiempo parecía haberse detenido. Me acuerdo muy bien cuando llegábamos, mi abuelo decía al momento: “Mariquita, trae la jarrilla del vino que hoy estoy muy contento”, y mi abuela corría a llevarle su jarra de vino acompañada de un buen plato de jamón para que sus niñas comieran.

Recuerdo a mi abuelo con su buen carácter como jugaba con nosotras y nos sacaba a dar largos paseos por el pueblo, por sus calles de casas humildes, pero para mí eran mucho más bonitas que las que ahora hay, vivían en una casa de grandes muros donde no pasaba el intenso calor de aquellos veranos, con sus escaleras altas y retorcidas, ventanas de madera corroídas por el paso del tiempo, techos altos con vigas de madera repletas de puntillas donde siempre colgaban jamones, chorizos, mazorcas de maíz del moro para hacer las palomitas que mi abuela María nos preparaba en aquella vieja sartén y que nos sabían a gloria.

Luego mi abuelo nos sentaba en sus rodillas y mientras comíamos nos contaba historias que escuchábamos embelesadas mi hermana y yo. Mientras mi abuela fregaba los platos en aquella enorme pila de cemento que servía para todo, de lavavajillas, ducha, lavadora y de muchas cosas más.

Yo observaba a mi abuela cuando estaba lavando en aquella enorme pila, con aquellos montones de ropa que iba separando. Recuerdo muy bien que nosotras le ayudábamos a llevar los trapos blancos con el jabón a ponerlos al sol. Cada cierto tiempo nos mandaba a echarles agua, y así todo el día hasta que estaban blancos como la nieve que caía en los duros y fríos inviernos de aquel bonito pueblo de la provincia de Granada y que se llama La Peza. Después recogíamos los trapos y nos íbamos al río para aclararlos y acabar tendiéndolos en las zarzas de aquel prado con aquel verde tan bonito que había enfrente de la casa.

Allí los veranos nos lo pasábamos muy bien en aquellas noches que el calor apretaba después de la cena nos salíamos al fresco a charlar con los vecinos en aquellas sillas de anea hasta la madrugada, como no teníamos tele las noticias corrían de boca en boca, algunos eran especialistas en los “chismorreos” como se decía allí, pero con aquellos telediarios sin periodistas ni aparatos de televisión, la noticia más simple corría como la pólvora. Unas eran verdad y otras no tanto, pero entre chisme y chisme se pasaban las noches la mar de divertidas.

Mientras los críos del barrio correteábamos por el pueblo jugando al escondite, al pilla -pilla o a la gallina ciega, para terminar ya cansados jugando al veo- veo. Casi sin darnos cuentan nos daban las tantas de la noche, cuando ya rendidos de todo el día nos decían que era hora de irse a dormir. Así que ha regañadientes nos íbamos a la cama deseando que llegara un nuevo día.

Al día siguiente el abuelo nos llevaba al río de aguas limpias y cristalinas, donde nos llevábamos pan que mi abuela nos daba para echarle a los peces que se acercaban entre nuestros pies para coger las migajas que les íbamos echando.
Mientras veíamos aquellas libélulas pararse en los juncos del río, y muchas mariposas de bonitos colores que nos dejaban boquiabiertas. Cuando ya nos cansábamos nos íbamos a coger moras de las zarzas que comíamos con un apetito voraz.

Por el camino íbamos cantando alguna coplilla que me había enseñado y al llegar a los caños gordos mí abuelo casi nos metía de cabeza para quitarnos las manchas de aquellas moras que nos ponían la cara y los vestidos que no parecíamos nosotras.

De vuelta a casa, ya cuando íbamos llegando, olíamos los guisos de mi abuela María, aquellos cocidos acompañados de su correspondiente “pringá” como dicen allí, que desde entonces no he vuelto a comer nada igual. Al terminar de comer había que echarse la siesta y nos subíamos escaleras arriba protestando y sin querer dormir, pero al final casi siempre caíamos rendidas y la abuela tenía que llamarnos a eso de las seis de la tarde para darnos la merienda y seguir con nuestros juegos.

Así se iban pasando los días, cada vez que miraba el calendario con la foto de aquella imagen que mi abuela tenía y que se santiguaba cada vez que pasaba por donde estaba, pensaba que ya iba llegando la hora que teníamos que regresar a aquella gran ciudad donde aquello no lo podríamos tener.


Tendríamos que empezar el colegio, y eso no era lo peor, lo peor venía cuando queríamos salir, siempre cogidas de la mano de mis padres y mirando los semáforos para ver cuando estaban en verde poder cruzar y que no nos pasara nada. Los niños allí no podían salir solos a tomar el fresco, había que tomarlo en la terraza y las vistas desde luego no eran nada bonitas, sólo los bloques oscuros y llenos de ventanas por donde no podía pasar aquel sol que era diferente, allí no se podían oir el canto de aquellos pajarillos que tanto me gustaba, tenía que conformarme con ver a mi periquito Curro en aquella casa que tenía hecha de barrotes, y con un espejo puesto para que se creyera que tenía una periquita de compañera, el pobre se ponía loco dándole besitos al dichoso espejo sin obtener nada a cambio. Me acuerdo que un día en complot con mi hermana decidimos abrirle la jaula y dejarlo en libertad, desde aquel día llegamos a un acuerdo para no tener nunca ningún animal en cautividad.



Mi cuarto ya no sería el mismo, ahora volvería al cuarto con paredes lisas, ventanas que cerraban bien, pero no por eso se dejaba de escuchar a los vecinos peleando con los niños para que no hiciesen ruido y a la señora del tercero con sus rabietas porque la del cuarto le echaba agua en su tendedero.

Pensaba en lo bien que estaba en aquella casa con aquella ventana con una raja en su vieja madera por donde cada primavera las mismas golondrinas venían y hacían sus nidos casi en los pies de mi cama, en la última viga retorcida de aquel viejo techo.

También recuerdo como mi abuelo siempre nos decía a mi hermana y a mí, que las golondrinas no había que hacerles daño ya que decía la leyenda que cada Semana Santa volvían para quitarle las espinas al Señor.

Nos decía que cantaban una canción, que decían así: “Me encontré un pañuelito en el mar lo bordé, lo cosí que por aquí que por allí, borrochiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii”

Así que yo abría la vieja ventana y observaba el trasiego que traían dándole de comer a sus guacharros como decían en el pueblo.

Pasaba las horas viendo llegar a los padres con la comida en el pico, y a los pajarillos asomar su cabeza por aquel nido hecho con tanto esmero, de pegotes de barro, tan bien construido que les servía para mucho tiempo, ya que cada año por las mismas fechas volvían al mismo nido, cada primavera sin falta allí estaban ellas alegrando con sus trinos aquellos largos días de verano. Ver aquello era algo que no se puede explicar hay que vivirlo.

Pasó el tiempo, cada año esperábamos con impaciencia que llegasen las vacaciones para volver al pueblo, la noche antes no pegábamos ojo deseando que mi padre llegase de trabajar se echara un rato para descansar mientras mi madre preparaba los bocadillos la tortilla de patatas, y aquella fiambrera de filetes de carne empanada, que nada más subirnos al coche ya estábamos diciendo a mi padre que parase pues teníamos hambre.
El viaje era interminable a veces tardábamos de dieciséis horas a dieciocho, a todo esto el coche no era precisamente un Mercedes de los que se ven ahora, empezando porque el aire acondicionado eran las ventanillas abiertas y en pleno mes de julio no entraba lo que es fresco, parecía que lo que entraba era fuego.


Pero todo aquello merecía la pena sufrirlo por tal de pasar aquel mes con los abuelos, y en aquel pueblo que tanto nos gustaba ir, y que todavía, a pesar de haber pasado los años, cada vez que podemos regresamos.

Un año cuando llegamos nos encontramos una sorpresa: la abuela por fin tenía una bonita lavadora, que según contaba el día que se la instalaron se tiró como dos horas mirando aquel trasto diabólico que daba vueltas y que sí sacaba limpia la ropa, pero desde luego no tan limpia como ella la dejaba en aquella pila que lavaba a mano, con el jabón que ella misma hacía de aceite reciclado.

Cada año notábamos que algo iba cambiando. Los burros, caballos, y aquellos carros llenos de forraje, y de paja, los iban sustituyendo por tractores y coches que hacían que su ruido nos despertara.

El río un año cuando llegamos ya no estaba, habían hecho un pantano, ya no podía ver aquellos bonitos peces que venían a comer migas de pan casi en mi mano.

La casa de mis abuelos la tiraron para hacer una nueva, las golondrinas que podían entrar a anidar en mi cuarto ya no lo podían hacer pues habían puesto ventanas nuevas, ya no podían despertarme por las mañanas oyendo sus bonitos trinos.
Ahora de vez en cuando las escucho cantar tímidamente en la antena de televisión que hay puesta en la terraza, como diciendo: “¿Dónde está el nido que con tanto esmero construí?”. A mí me da mucha pena al verlas desorientadas revoloteando por todos sitios buscando el sitio apropiado para poder anidar.

Las viejas sillas de anea, las mismas que sacábamos al chambao para tomar el fresco, fueron cambiadas por unas que decían eran más cómodas, pero que a mí no me lo parecían. Ya no se sale casi nadie a tomar el fresco a la calle, pues ahora dicen que es más bonito ver los culebrones, los concursos donde tienen que sobrevivir sólo con lo que encuentran. Antes, muchas veces esa supervivencia había que hacerla por necesidad, pero claro, ahora eso es un juego muy divertido. En fin, una pena o al menos a mí me lo parece.


La vieja pila de cemento que hacía de lavadero y ducha tampoco estaba, había sido sustituida por una lavadora, y ya nos podíamos duchar con agua caliente sin necesidad de meternos en la pila a dar tiritones.

Las calles estaban asfaltadas, los niños ya no jugaban al escondite, tenían ordenador y esa maquinita llamada playstation, que para mí les hace ser cada día más solitarios. Y lo peor de todo, ahora no disfrutan tanto de la naturaleza ni saben jugar a tantos juegos como jugábamos nosotras.

Da tristeza y creo que en los tiempos que corren ya no disfrutan ni de los abuelos, pues las nuevas tecnologías les tienen todo el tiempo ocupados. Si el abuelo les dice que se sienten con él para contarle alguna historias de su vida lo mas probable es que les digan que no tienen tiempo, que tienen que ver algún programa en la tele y que los dejen tranquilos, pues están jugando a la dichosa maquinita, y en el mejor de los casos que tienen que hacer los deberes.

Las palomitas se hacen ahora en ese trasto llamado microondas que dicen por ahí que salen muy buenas, pero a mí no me lo parece, estaban mucho mejor cuando se cogía la mazorca, se desgranaba y se hacían en la vieja sartén de mí abuela, y nos las comíamos sentadas en las rodillas de mi abuelo Paquico, como le llamábamos los nietos.

Y lo más triste de todo, un 29 de Agosto de aquel verano que nunca olvidaré, el abuelo se fue para siempre. La abuela siguió allí, pero cada día notábamos que estaba más triste, por mucho que intentábamos animarla ella siempre decía que estaba bien, pero nosotras sabíamos que ya nada era igual.

Ya no tenía que lavar en aquella pila de cemento que servía para todo, la vieja sartén fue reemplazada por un moderno microondas que hacía las palomitas en un momento, sin tener que desgranar las mazorcas que mi abuelo colgaba de aquel viejo techo.

Tenía todas las comodidades, pero le faltaba lo más importante que tiene un ser humano: la salud. Eso que no nos damos cuenta de la importancia que tiene hasta que la perdemos.



Algo raro le pasaba, un día fue a darme un vaso de agua y de pronto el vaso se le cayó, no tenía fuerza. Se ponía a coser y la mano no la obedecía, no podía coger la aguja, pero lo más raro de todo era que cuando más tranquila estaba su mano derecha no podía dejarla quieta, pasó algún tiempo y un día notamos como la pierna también empezó lo mismo. Cuando menos esperábamos tenía unos movimientos extraños, eso ya nos puso en alerta, la llevamos a un médico y le dijo que tenía nervios, pero no quedándonos tranquilos fuimos a un neurólogo, que nada más verla dijo sin más: “María, usted lo que tiene es la enfermedad de Parkinson”, eso que en los pueblos le decían “mal de san vitos”. Después de decirle aquello aquel médico por llamarlo de alguna manera le dijo sin rodeos: “Esto sepa usted que no tiene cura”, para mi parecer aquello sobraba, tiempo tendríamos de enterarnos, como así sucedió.

Salimos de aquella consulta sin poder decir ni una palabra aquello nos sonaba muy mal, y día a día íbamos comprobando sus terribles consecuencias.

Al poco tiempo se fue poniendo rígida, por las noches no dormía, tenia alucinaciones, no podía tenerse en pié. La voz que tantas veces nos llamó para que fuésemos a merendar ya cada día estaba más apagada, se sentía triste por que se daba cuenta de todo.

Íbamos deambulando de neurólogo en neurólogo. Unos la entendían mejor y trataban de ayudarla lo mejor que podían, otros no tanto, pastillas y más pastillas sin preocuparse de nada más.

Así iban pasando los años, cada día algo nuevo y con ella sufriendo todos los que la queríamos, por mucho que tratábamos de ayudarla no podíamos hacer nada estaba muy bien informada y sabía muy bien que lo suyo no tenía cura, que era una enfermedad degenerativa y que aquello no tenía remedio.

Seguían investigando y cada día iban saliendo medicamentos nuevos, parecía que algunos días estaba mejor pero cuando menos lo esperábamos le venía el bajón, se quedaba bloqueada y no era capaz de moverse.

Sólo le quedaba esperar para que algún día saliera algo que frenara esta maldita enfermedad.

Un día lluvioso, y gris me llamó, yo me acerqué hasta su cama esperando que me volvería a contar alguna cosa de mi abuelo como hacía muchas veces. Pero esta vez me equivoqué, me cogió la mano y noté que no le temblaba tanto como otras veces por un momento pensé y me dije, la abuela parece que no tiembla, ¿será que se va a curar? Estaba equivocada, aquella tranquilidad que tenía y que yo casi me creía que por fin descansaría de aquellos temblores que yo tanto odiaba. Pero no, era que se estaba yendo donde se sé había ido mi abuelo hacía ya algunos años.

Yo no podía dar crédito a lo que estaba viendo ahora ya no temblaba, aquella rigidez que tenía en su cuerpo ya no la tenía, su expresión estaba serena y tranquila, se había liberado de aquella maldita enfermedad que muchos años no la dejó estarse quieta ni un momento.

Por fin iba a estar tranquila, yo la echo mucho de menos, pero pienso que ya no sufrirá tanto, eso me tranquiliza mucho.




Un día me prometí a mí misma que ayudaría a personas que tuviesen la enfermedad de mí abuela, de hecho estoy en una asociación de Parkinson y me siento muy feliz cuando puedo ayudarle a alguien que tiene su misma enfermedad, con el solo hecho de ayudar aunque sólo sea ponerse la chaqueta, abrocharle un botón o darle un poco de apoyo eso me reconforta y me hace sentirme muy bien.

El haber tenido a mi abuela con esa enfermedad me ha hecho ser más humana y ayudar en todo lo que puedo a las personas que como ella la padecen.

Trato de ayudar en todo lo que puedo. Hace unos días leí un testimonio de una persona muy joven que con 32 años le habían diagnosticado esta enfermedad, tenía un niño de corta edad y hacía un llamamiento desesperado diciendo que ella pensaba mucho en cómo estaría dentro de 10 ó 15 años y si podría criar a ese niño. Yo le contesté, le conté la historia de una amiga más o menos de su edad, y padeciendo su misma enfermedad y con dos niños pequeños los había criado, y ahora disfrutaba de sus nietas. Ya tiene 64 años, y sigue luchando con su amigo don parkinson, llevándolo muy bien, esta persona nos da ejemplo a todos, siempre esta contenta, ayuda en todo lo que puede, siempre esta dispuesta a ayudar a los demás tiene muy buen animo a pesar de llevar más de 30 años luchando con la enfermedad, nunca la oyes quejarse y desde luego tiene motivos para hacerlo, pero no se deja dominar por ese mal bicho.
Creo que esta persona que hacía ese llamamiento desesperado, se quedó más tranquila y desde luego yo también.

Ahora que caigo, yo también tengo esa enfermedad llamada Parkinson, ¿pero sabéis una cosa? mientras estoy escribiendo no me acuerdo que la tengo, me gusta escribir todo lo que recuerdo cuando era pequeña, me imagino que mis hijas soy yo cuando íbamos al pueblo, y de vez en cuando tengo que inventar algo para seguir escribiendo.

Suelo escribir todo lo que me pasa, y lo que me pasó en una época ya lejana, recordando el pasado. Ahora mismo lo que estoy escribiendo, no es fantasía es la pura realidad, sólo una cosa no es cierta: yo me he metido en el papel de nieta, y en realidad soy la hija; mi abuelo que es mi padre y por desgracia se fue para siempre; mi abuela que en realidad es mi madre sigue aquí con 99 años y no tiene parkinson y desde luego está viva, la que tiene la enfermedad soy yo.

Pensad algún día en vuestra niñez, y si no en la de vuestros hijos, como yo he hecho aquí. Ya veréis que bien lo pasáis, yo en cada cosa que he puesto, lo he vivido de tal manera que por un momento he llegado a creer que en realidad yo era la nieta y la realidad es que yo soy la hija y la que tiene la enfermedad.

Yo tiro para delante y cada día le doy gracias a Dios por seguir aquí. No creáis que estoy bien, tengo temblores, me dan calambres, me bloqueo de vez en cuando, me cuesta levantarme, pues me duele todo, pero empiezo poco a poco a moverme, hago mis ejercicios, me pongo música, y si se presenta me cojo un cojín y antes de darme cuenta estoy bailando. Si otro día veo que estoy peor me pongo y escribo, algunas cosas son verdad y otras cuando veo que se me acaba el rollo me las invento ó cambio de personaje.

El caso es tener la mente ocupada y no pensar que tenemos esa terrible enfermedad que tanto daño nos hace y que si no estamos alerta nos vencerá.

Recordad a veces es muy bueno, o por lo menos a mí me gusta hacerlo, me pongo a recordar mí niñez, y me parece estar viendo una película, eso lo voy escribiendo, y al final me parece un bonito cuento.

Un consejo quiero dar a todo el que tenga esta “puñetera” enfermedad, tenemos que estar activos, eso de quedarse en casa pensando en el día de mañana como estaremos, para mí es lo peor que podemos hacer, hay que salir hacer cosas que nos gusten, y otras aunque no nos gusten tanto, probar a hacerlas, no os quedéis diciendo yo ya no puedo y tengo una enfermedad que no tiene cura, puede que el día menos pensado salga algo que nos la detenga, pensar en otras muchas enfermedades que hay que son peores.
Id al campo, si estáis en la playa dad un paseo y respirar esa brisa, eso sí, cada uno dentro de sus posibilidades.

El caso es que este mal amigo que tenemos no sé de cuenta que nos gana la partida, tenemos que ganarle y no darle la oportunidad de que él nos la gane. Ya sabéis que está al acecho para ver si lo consigue, no le dejéis y por lo menos intentarlo, es muy difícil, pero yo os digo que si ponemos de nuestra parte algo conseguimos, y sobre todo aceptar nuestra enfermedad, pensar que nadie se merece tenerla pero esta vida es así y tenemos que conformarnos. Yo al principio me lo tomé creo que como todo el mundo, se me vino todo abajo, pero hoy estoy feliz veo ha mi familia bien, y sobre todo a mis dos hijas que creo son mi mayor alegría.

Ser positivos y plantarle cara que no pueda con vosotros. Yo llevo casi 8 años con él y desde luego conmigo no lo va a conseguir, lucharé día a día para que eso no ocurra, lo que tenga que pasar pasará, pero que no sea por no haber luchado con todas mis fuerzas.

Que daría yo por ver de nuevo al pueblo, con sus viejas casas, sus calles de piedras, los hombres encerrando la paja hasta la madrugada, las eras llenas de trigo que luego llevaban al molino para molerlo y tener harina para todo el año, y así hacer el pan que tan bien sabía. Ver a mi familia reunida, que mi mano no temblara y ver de nuevo a mis dos hijas de pequeñas correteando por el pueblo y comer aquellas palomitas que su abuela les hacía en la vieja sartén y que luego se comían en las rodillas de su abuelo Paco que tanto las quería y que hace ya muchos años se fue para siempre. Ver a mi padre, que en lo que escribo era mi abuelo y que por desgracia el sí que no está; a mi madre, que era mi abuela, todavía la veo pues tiene 99 años y está que da gloria verla, a veces mejor que yo. Y desde luego que daría yo por estar en la vieja casa con aquellos cuartos destartalados, tener que ir a coger el agua a la fuente en aquellos cántaros de barro, y en aquellos pipos que hacían el agua tan fresquita sin necesidad de tener que meterla en ese trasto que enfría el agua pero desde luego no sabe igual. Volver a aquel río, salir a tomar el fresco en aquellas viejas sillas de anea que se cambiaron por unas más modernas pero que no me gustan nada, ver a los críos corretear por el pueblo, las vecinas tomando el fresco, comentando las pocas noticias que habían.

Y sobre todo dormir en aquella vieja habitación con sus vigas retorcidas y aquella ventana con un pequeño agujero en su vieja madera donde por él hace mucho, mucho tiempo pasaban a hacer sus nidos las golondrinas.

Pero la vida es así tenemos que aceptarla como viene, a nosotros nos tocó esto y a otros les toca otra cosa. Lo que hay que conseguir son buenos profesionales especializados en nuestra enfermedad, que nos entiendan y se preocupen por nosotros, que no llegues a la consulta y sin apenas mirarte te manden pastillas y más pastillas, sin preocuparse por nada más. Desde luego hay muy buenos, que hacen su trabajo muy bien yo he tenido la suerte de dar con una persona que le gusta su profesión y desde luego me va estupenda mente con él.

¡Ánimo, no os dejéis abatir, la vida vale la pena vivirla aunque sea con temblores!

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