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Ponte, Pepa

A finales del invierno se pasó por el Centro Juan José, uno de nuestros usuarios, para pasarle el cuento que os presento más abajo, a su prima Ángeles, enferm de parkinson. Este cuento lo estaba escribiendo ella para presentarlo al concurso de relatos "Cuéntanoslo con Arte" de la Asociación Nacional de Parkinson. El 21 de septiembre se enteró que le habían concedido el 4º premio. Aquí os presento el cuento de Ángeles, espero que os guste.


Eran tiempos difíciles, días de hambruna, pan negro, piojos y rezos por los difuntos. No resultaba nada fácil sacar adelante a una prole de cuatro hembras.

Mi padre había sido toda su vida ranchero, un oficio al que casi todos los hombres de mi pueblo, La Peza, se dedicaban. Consistía en permanecer meses enteros fuera de casa, en el monte, donde hacían el carbón que luego malvendían. La recompensa era escasa; ganar unos cuantos chavos para, a duras penas, ir subsistiendo.

Cuando yo nací la cosa pintaba algo mejor. Mi padre logró una plaza de guarda forestal con mucho esfuerzo y la mejora fue notable.

Mi madre, que ahora cumplirá noventa y ocho años, sigue siendo la misma mujer fuerte y luchadora. Sus manos lograron tirar delante de sus tres hijas y arrastrar de la carga, mientras mi padre andaba perdido por los montes, plantando y controlando el trabajo de los pinos.

Todavía recuerda cómo lloraba cuando tuvimos que recoger los cuatro trastos de la casa para abandonar su pueblo y empezar una nueva vida de incertidumbre en La Alfaguara, el parque natural que ahora se conoce como La Sierra de Huétor, en un cortijo en plena sierra que había sido cobijo de pastores. Poner todo aquello en condiciones debió resultar penoso. Sólo ella sabe lo que sudó día y noche para hacer de aquel lugar una casa limpia y digna para lo que daban aquellos tiempos. Sin embargo, lo peor debió sobrevenirle cuando tomó consciencia de encontrarse sóla, en mitad de la nada, con tres hijas pequeñas, alejada de los suyos y añorando la seguridad del pueblo del que nunca había salido.

Yo ya había cumplido los cuatro años y, al parecer, era una niña muy saludable. Los aires de la sierra me habían hecho fuerte y nadie suponía que la desgracia se encontraba a mi acecho.

Cerca de nuestro cortijo vivía una familia de otro forestal. Tenían una hija que contrastaba con mi fortaleza y mi buena salud. Como mi apetito era voraz y, al parecer, daba gloria verme, a su madre se le ocurrió que yo podría ser un buen ejemplo para ella y decidió que fuese a comer a su casa para intentar cambiar el rostro pálido e inapetente de la pequeña. Lo que aquella buena mujer no advirtió a tiempo fue que su retoña se encontraba tísica, como apodaban entonces a los que sufrían tuberculosis.

La transacción ocurrió justo al revés de lo que se esperaba. Al poco tiempo fui yo la que se puso pálida y la que dejó de comer. En la Capital me vieron una mancha en el pulmón y ahí comenzó el periplo para mi pobre madre, que tuvo que hacer las veces de médico, practicante y quién sabe qué más cosas.

La cura consistía en respirar aire puro, comer todo lo que cayera en mis manos y acribillarme a inyecciones. Lo primero resultaba fácil; lo segundo también, porque no todos contaban con ingresos para obtener comida y mi padre, a fin de cuentas, era funcionario del Estado. Lo último resultó ser lo más jodido.

Hasta que mi madre no fue capaz, a lágrima viva, de darme la puya diaria, fue mi hermana María la encargada de hervir las agujas y bajarme las bragas. Para tal menester, necesitó un período de prácticas y fue mi hermana Pepa, mi sumisa y dócil hermanita, quien tuvo que hacer las veces de conejo de indias, o liebre de campo en este caso. A la voz de “ ponte, Pepa “, mi hermana se colocaba en pompa con absoluta disposición para que le colocaran una banderilla tras otra.

Ahora soy consciente de lo que llegaron a padecer las tres.

En todos los episodios que vienen a mi memoria de aquella época se haya presente mi madre. Mamá, siempre alerta y pendiente de cada uno de mis movimientos, afanosa en la tarea de protegerme y arroparme, de la mañana a la noche. Donde quiera que fuera e hiciera lo que hiciera, allí estaba ella, siempre a mi lado.

Meses más tarde, el jefe de mi padre propuso trasladarme a una casa forestal en la que éste pasaba su tiempo de veraneo. En ella había un campamento con servicio de practicante y una familia que estaba dispuesta a acogerme. Mis padres, que vieron el cielo abierto, no se lo pensaron dos veces.

La vi alejarse por la vereda en dirección al pinar, de regreso a casa, con aquella expresión de tristeza y preocupación contenidas, mirando de soslayo hacia donde yo me encontraba para ocultar sus lágrimas, dudando si continuar o dar la vuelta para llevarme con ella.

Lloré desconsoladamente durante días. Ninguna de las atenciones de mis nuevos progenitores, ni siquiera las películas que veía por primera vez y que me parecían algo mágico y maravilloso, me servían de consuelo. La imagen de mamá alejándose quedó tatuada en mi retina. Ni las lágrimas ni el tiempo mitigaban mi tristeza y mi desasosiego.

Una tarde, aprovechando un descuido del personal del campamento, decidí ir en busca de lo que yo creía haber perdido para siempre.

Caminé durante horas hasta lo más profundo del bosque, como en los cuentos que había escuchado bajo el cobijo de las mantas en aquellas noches de hielo y viento, cuando sentía el aliento de mamá, cuando sus palabras se iban convirtiendo en susurros y su imagen se hacía borrosa, como el candil de la pared, que daba paso a la oscuridad y al silencio.

El sol de la tarde había cedido a las sombras y al cansancio. Hasta entonces nunca había sabido lo que era estar sóla. Los sonidos del monte que yo creía familiares se habían convertido en ruidos amenazadores. Sentí a los búhos desplegar sus alas negras sobre mi cabeza y veía despertar a las fieras de la noche; no las veía, pero sabía de su presencia. Sentí la necesidad de estar junto a mi hermana, en el vientre de mi madre, apretando mi cabeza entre las rodillas.

Allí supe lo que era temblar por primera vez.

Cuando creía que nadie me encontraría, llegaron los hombres del campamento alertados por el jefe de mi padre y me llevaron a casa. Nunca me había sentido tan feliz al verme de nuevo allí, creo que pasó mucho tiempo sin poder despegarme de ellos.

Había cumplido los siete años y yo seguía sin levantar cabeza. Mi salud continuaba siendo delicada. Los cuidados que recibía no mejoraban mi situación.

Vivíamos pendientes de un traslado a Sierra Nevada, donde nos habían prometido una casa forestal de ensueño; hasta váter íbamos a tener dentro de la vivienda.

Mientras realizaban los trabajos de acondicionamiento, pasamos un tiempo en un cortijo en el que había un convento anexo, al que los curas y las monjas acudían a pasar parte del verano. Ellos fueron los que pusieron un libro en mi mano por primera vez. Se trataba de un cuento, “La cierva en el bosque”.

Ni mis hermanas ni yo tuvimos nunca acceso al compendio de ciencia y sabiduría de la Enciclopedia Álvarez. Las escuelas de la época se encontraban demasiado alejadas de las diferentes casas por las que pasamos, así que nunca compartimos con otros niños la leche americana, las clases de bordado de vainica, los rezos preparatorios para la Primera Comunión, ni jugamos a las chinas o a la rayuela.

Juntando los grupos de letras de mi primer cuento y siguiendo las instrucciones de mi padre, conseguía leer todo lo que caía en mis manos, con un ansia más voraz que la que sentía por la comida. Mi gran ilusión era ver llegar a mi padre de la capital con aquellos fardos de comida para largas temporadas y verle sacar los cuentos, que yo devoraba de inmediato.

Como ya sabía escribir, soñaba que algún día sería yo la que escribiera muchas de aquellas maravillosas historias de animales, granjeros, Caperucitas Rojas y príncipes encantados.

Entre cuento y cuento, mis días transcurrían emulando a Heidy, la niña con los mofletes rojos de Los Alpes. Los animales eran mis juguetes preferidos. Cuando los pollos de la clueca salían del cascarón, allí estaba yo para metérmelos debajo del jersey de lana para darles calor. Otro tanto hacía con los cabritillos y los conejos que iban llegando. Recuerdo especialmente el día en que Moni, la perrita, parió en un zarzal para salvaguardar a sus cachorros de mi instinto maternal tan precoz. Hube de esperar algún tiempo para disfrutar de ellos, cuando los fue trayendo uno a uno a la casa, algo crecidos ya, con la suficiente agilidad para escabullirse de mis achuchones.

El verano en que aprendí a montar la yegua, aferrarme a sus crines y trotar como una amazona, como decía mi padre, sobrevino mi curación.

Durante los tres meses que asistí a las clases con las monjas recuperé la vitalidad y la fuerza necesarias para sobrellevar el duro invierno que se avecinaba.

Corría el año 1957. La nieve llegó a tal altura que pasé semanas sin salir de casa, retozando entre calderas de cebolla para la matanza, barras de caña colgadas del techo repletas de chorizo y panes y dulces de Pascua recién horneados. Todavía con nueve, pero más entrada la primavera, acompañaba a mi padre a una zona de peñascos y acechábamos a los conejos o íbamos a revisar los cepos y volvíamos cargados con los trofeos de caza, para delicia de mi madre, que se pasaba horas trajinando entre pucheros y cazuelas de barro.

La primera radio de pilas que compró mi padre nos conmocionó a todos. Nadie comprendía cómo podían salir voces de aquel chisme diabólico. Con las noticias y las radionovelas se nos abrió una ventana al mundo; las tareas de costura y las veladas delante de la chimenea, con la radio en el centro, parecían otras y yo me dejaba embaucar por aquellos sonidos envolventes y aquella música maravillosa.

La luz eléctrica era un lujo al alcance de los núcleos de población, pero no de las casas apartadas ni de los cortijos. En casa teníamos lámparas que se avivaban con carburos. Mi primer contacto con la electricidad ocurrió el día en que fuimos a visitar a mi tía Ángeles, que vivía en La Peza, el pueblecito de la provincia donde nació mi madre. Yo miraba con asombro cómo todos los de aquella casa giraban un aparatito colgado de la pared y, al momento, se hacía la luz y una bombilla, parecida a un sol pequeñito, seguía brillando en el techo. Pasaba horas enteras abstraída en la tarea de girar la manecilla blanca de la pared, recreándome en aquel milagro.

De vuelta a la sierra, pregunté de inmediato a mamá por qué allí la luz no venía “dándole un pellizco a la pared”, como hacían en la casa de la tita Ángeles.

Cuando mis hermanas se marcharon a estudiar al colegio de las monjas yo me sentí como la reina absoluta de palacio.

A pesar de que mi enfermedad se había superado desde hacía meses, continuaba siendo el centro de atención constante de mis padres, que seguían mostrando ese rictus de preocupación e incertidumbre hacia mí. Por este motivo decidieron dejarme bajo su cobijo.

Yo seguía devorando todos los cuentos y los tebeos que caían en mis manos. Si por aquel entonces hubieran existido los alimentos envasados, creo que me hubiera pasado el día leyendo y releyendo las etiquetas y los números de fabricante. El cuento de las “Mil y una noches” aumentaba mi vocabulario y día a día ganaba fluidez en la lectura.

Era tenaz y constante. Sentía curiosidad por casi todo y, con ese afán por aprender, agasajaba a mi madre, que no siempre tenía a mano la respuesta a todas mis preguntas.

Creo que hubiese sido una buena estudiante y tal vez hubiera llegado hasta la universidad.

Tuve oportunidad de ir a la escuela cuando nos fuimos trasladados al pueblo de Deifontes. Mis padres y hermanos me instaron a hacerlo, pero me sentía avergonzada al notar que mi cabeza sobresalía de los pupitres y al verme rodeada de crios menores que yo.

Yo ya era toda una señorita de doce años y ya había logrado, por mis propios medios, dominar la lectura y la escritura; además, me sentía licenciada en cuestiones de naturaleza y en profesar amor a los animales. Era hora de ocupar mi tiempo en prepararme para la vida de mujer adulta, pensar en el ajuar, en el Príncipe que se escaparía de algún cuento para hacerme una declaración de amor y, entre las mediciones periódicas con la cinta métrica de costura de mis pechos y caderas, todavía tenía tiempo de disfrutar de todos los mimos y atenciones que mis padres me seguían procurando y de mi pasión por los animales y la exuberante naturaleza que me rodeaba.

Hasta llegar a la adolescencia mi vida había transcurrido de manera apacible, como son todos los recuerdos que conservo de ese período.

Mi décimoquinto cumpleaños marcó una nueva etapa de cambios en nuestras vidas.

A mediados de los años sesenta ya se vislumbraban transformaciones significativas en la forma de vivir de los españoles, que llegaban los lugares más recónditos, como La Peza, el pueblo de mi familia, donde habíamos ido a instalarnos tras la jubilación de mi padre.

Rápidamente me acomodé al ritmo acelerado de la modernidad. Doña Concha Piquer dio paso a Fórmula Quinta; las faldas plisadas de cuadros y las rebecas fueron pasto de polillas y las minifaldas, las camisetas de tirantes y las sandalias de plataforma eran motivo de constantes reproches. Los guateques, los primeros cigarrillos, el wisky con Coca Cola, el baile, los besos robados y los tocamientos a traición daban lugar a sermones en la Homilía y en la mesa de camilla de mi casa.

Sólo las fiestas del mes de Octubre parecían inalterables año tras año. Eran el reclamo para amigos y familiares que habían ido abandonando el pueblo en busca de una mejor vida. Tras los cuatro días de juergas, bailes en la plaza y corridas de toros, la vuelta a la cotidianidad del pueblo y la inminencia del largo invierno mermaban el espíritu inquieto que seguía teniendo.

Mis hermanas ya habían pasado por el Altar y, a mis veinticuatro años, yo sentía la necesidad de hacer algo para dar un cambio a mi vida.

Primero fue la fábrica de metalurgia. Luego la de hilaturas.

Entre madrugones, calenturas y duras jornadas de trabajo, llegué a adaptarme a las condiciones de vida de la periferia de Barcelona.

Éramos muchos los llegados de todas partes.

Vivía en casa de mi hermana Pepa y de su marido. Entre los tres compartíamos la nostalgia de todo lo que habíamos dejado atrás, pero sabíamos que el regreso al Sur tardaría algún tiempo en llegar.

Tras unos años de noviazgo, me encontré casada con el que hoy es mi marido, que no permitió que siguiera en el turno de noche de la fábrica ni que siguiera aguantando el tufo de aquel gitano con el que debía permanecer en la máquina del telar, cuyo hedor me martirizó durante meses.

Al año y medio de la boda nació Marián. Bibi llegaría tres años después. El haberlas traído al mundo ha sido lo mejor que me ha ocurrido nunca. Ellas fueron la única excusa que me seguía atando a Cataluña; bueno, y el trabajo de mi marido. De lo contrario, no habría dudado en regresar de nuevo a mis raíces el día que lo hizo mi hermana, en lugar de permanecer dieciocho años, sintiéndome desarraigada de mi pueblo y de mis gentes.

Durante este período los años transcurrían despacio. Cuando las niñas fueron al colegio no tuve más remedio que ponerme a trabajar de nuevo. El sueldo de mi marido no permitía demasiados extras y había que pagar la hipoteca del piso.

Resulta increíble pensar que mis manos, ahora temblorosas y torpes, hayan podido pintar cientos de miles de figuritas de Belén en el comedor de mi casa.

El traslado de mi marido llegó un mediodía del año 1992. Aquel “coge un cartón y pon el piso en venta” me colmó de esperanza e ilusiones de futuro.

Nuestra estancia en Motril, cerca de mis padres y de mi familia, y después la de Málaga, hicieron que me desquitara de todos aquellos años de exilio.

Hasta hace seis años, a excepción de la muerte de mi padre, todo marchaba bien en nuestras vidas y acontecía según lo previsto. Con mis hijas en la universidad y mi marido a punto de jubilarse, disfrutaba de una madurez sosegada.

Todo comenzó por culpa de un juanete en el pie derecho, cuando, estando pendiente de la lista de espera para la intervención, mi mano derecha empezó a temblar.

Atacaita de los nervios estoy yo. Eres una miedica. No es para tanto. Eso te pasa por tanto bailar, que los pies luego se resienten”, me decía a mí misma, sin imaginar lo que el puñetero destino me tenía reservado.

Pero el dedo seguía moviéndose como un condenado. El temblor se extendió a la mano y la mosca se instaló detrás de mi oreja.

Del hacer ver que la cosa no iba conmigo, al agobio y la tristeza que se iban instalando en mi ánimo, no transcurrió mucho tiempo.

No sabía explicar, ni a mí misma ni a los demás, lo que tenía en el cuerpo. Me observaba y callaba.

Los primeros médicos que visité llevaban colgado el cartel en el que yo leía: “está histérica. Tiene buena cara. Necesita ansiolíticos”

Hasta que llegó el día de la sentencia. En la sala de espera de la consulta me dí un buen atracón de uñas. Hasta las de mi marido me habrían sabido a poco.

Me pilló a contrapié. Le oí decir a bocajarro: “Usted lo que tiene es la enfermedad de Párkinson, señora”. Todo un alarde de sutilidad y delicadeza. Al ver mis lágrimas y mi desesperación trató de arreglarlo, pero aquello ya no tenía remedio.

Seis largos años han transcurrido ya.

Mi familia vuelve a ser el pilar fundamental. me siento afortunada al contar con ellos, al tenerlos a mi lado, incondicionalmente, en todo momento.

El avance de la enfermedad es más fuerte que mi resistencia. Los síntomas van apareciendo cada vez con mayor intensidad. Es caprichosa, con muy mala leche, una gran hija de puta. Anda agazapada, como una fiera, al acecho. ¡Maldita seas!

Doy gracias a Dios por seguir aquí.

A Usted, señor Párkinson, le diré que seguiré luchando, que “Resistiré”, como dice la canción del Dúo Dinámico que hemos adoptado como himno de esperanza en nuestra Asociación.

Dispongo de buena intendencia, con un buen arsenal químico de última generación para insuflarle chutes de rotigotina y dopamina; una logística cualificada de especialistas con métodos de lucha y estrategias innovadoras y de unos aliados que me curan las heridas y alimentan mi moral para el combate.

No lo va a tener nada fácil, porque no hemos llegado hasta aquí para dejarnos abatir.

Finalmente le ganaré la partida y me reiré de usted.

No podrá conmigo, con todos nosotros. Lucharemos con todas nuestras fuerzas y con la ayuda de profesionales que nos entiendan, nos den ánimos y se preocupen por todos nosotros.

No va a ser nada fácil luchar con un enemigo que cada día intenta que tire la toalla, pero estoy dispuestas a plantearle cara; aunque haya días que tenga ganas de luchar, miraré a mi familia y ellos me darán fuerzas para continuar.

Espero dentro de unos años volver a escribir para explicar cómo hemos vencido a la fiera.


Ángeles Gómez Fernández





Comentarios

muu-zein ha dicho que…
No se si es una invención, a mi me ha parecido la sintesis de la historia de toda una vida.
Me ha encantado el modo en que narra, las vivencias que cuenta, la esperanza que transmite y, sobre todo, por el coraje con que hace frente a su situación.
Felicidades a Angeles por el premio y por plantarle cara al "Sr. Parkinson" con todo el arsenal que tiene a mano, incluidas esas palabras que tan bien sabe anudar.
M.A. ha dicho que…
No solo es la historia de toda una vida. Cuanta también, sin decirlo, toda una época pasada. Sus limitaciones sociales e históricas.
Tremendamente vitalista la persona que así cuenta y más aún la que cuenta.
El amor por lo vivido supera las penalidades y las convierte en experiencia narrada con dulcura.
¿Y los pasadobles...?
muu-zein ha dicho que…
De los pasodobles os puedo decir yo, que la vi en al casa de la cultura marcandose unos cuantos con al precisión de una bailarina.
Y como esto se queda en secreto os cuento que la he encotrado en las fiestas y hablamos un poco en el rabillo del cimiento. Así me enteré que está aprendiendo a manejarselas en el mundo de la informática..
Fué estupendo encontrarla, saludarla y escucharla hablar. ¡Está claro que se ha calzado las zapatillas de esperanza!.
Unknown ha dicho que…
Consuelo y Miguel Angel,
por fín ya estoy aprendiendo a manejar este chisme, y aprovecho para daros las gracias por lo que pensais de mí.
A ti Consuelo ya se quien eres, tuve la suerte de poder hablar contigo, pero tu Miguel Angel no caigo quien eres, tengo una lijera sospecha que puede que seas el de "pito"si es así me lo dices, de todas formas seas quien seas te doy las gracias lo mismo que a Consuelo y os mando un abrazo, más vale tarde que nunca. Besitos de una Lapezana que se siente orgullosa de serlo.
Mª Ángeles la "mordelona"
M.A. ha dicho que…
Hola, Ángeles; Sí, soy Miguel Angel el de Pito. Me encanta leer tus narraciones y recuerdo con profundo aprecio todo el vitalismo que siempre mostrabas y muestras.
Sigue escribiendo. Te lee mucha gente.
Miguel Ángel.
Anónimo ha dicho que…
angeles eres toda una campeno y tus nos das un ejeplo de como tenemos que saber difrutar de loque tenemos y echarle coraje alas cosa que no seplesenta en la vidad pues laverdad es que eres un sol sigue asi que ami me as dado muncha fortaleza pues mi marido tedire que yeva dies años con aceime y como dices lo mejor es la familia asi que felicidade y sigue escribiendo campeona maria soyde lapeza
Unknown ha dicho que…
Hola Maria, esta tarde vi tu comentario en el que dices que tu marido padece alzheimer, y como sé algo de esa enfermedad, quiero comentartelo,sabras que la enfermedad de tu marido es la peor que hay, despues va el Parquinson que es la mia; Te diré que a mí me trata un Neurologo Arguentino pero que ejerce su profesión en Paris,es Imbestigador en el Hospital Heri Mondor de Paris, a mí me trata con nicotina, y tengo que decirte que en tres años que llevo con su tratamiento, la enfermedad según la ultima prueba nuclear se me paró; es mas, se me estan regenerando neuronas que ya estaban enfermas, la nicotina en estado puro trasdermico, ya esta comprobado, en muchos pacientes, tanto en Parkinson como en Alzheimer, si te parece te mando donde puedes meterte; Gabriel Villafane parkinson Alzheimer, nicotina, busca te enteraras de muchas cosas, lo mismo te conpensa ir a Paris, no sale tan caro, un abrazo y espero noticias, y gracias por tus piropos, Mª Ángeles
Unknown ha dicho que…
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